martes, 6 de septiembre de 2011

EL TRIUNFO DE LA PARADOJA

La Opera “San Francisco de Asís” de Olivier Messiaen en el Madrid Arena.

Representación del 11 de Julio de 2011.

Como un justificado acontecimiento, el Teatro Real presentó, con amplio despliegue publicitario, la apuesta más arriesgada y la única acertada hasta el momento del por otra parte, controvertido director artístico del Teatro, el belga Gerard Mortier (cuyos nefastos, provocadores, y fatuos criterios artístico-musicales padecemos desde esta temporada), esto es, una notable producción de la maravillosa obra maestra del gran compositor francés Olivier Messiaen, la magna Opera de tema religioso,“San Francisco de Asís”.

Esta extraordinaria Opera, inspirada en episodios de la vida del santo, de más de 6 horas de duración (descansos incluidos) se ponía en escena en Madrid por vez primera desde su estreno parisino en 1983, con una impactante escenografía de los hemanos Kabakov (una gigantesca cúpula de acero y cristal de 22 toneladas de peso, cuya iluminación cambiaba según las escenas y la temática de la acción, bajo la cual se situaron coro y orquesta) lo que , en teoría, (pero no en la práctica, la Opera hubiera debido ofrecerse con una escenografía más reducida en el propio Teatro Real) justificaba la ubicación del espectáculo operístico en el Madrid Arena (de enorme aforo y pésima acústica, pese a que se trató con sofisticados equipos de sonido de aminorar los ruidos y reverberaciones indeseadas) y no en el histórico coliseo operístico de la Plaza de Oriente. Unos gigantescos efectivos musicales, dos coros y una orquesta de alrededor de 140 músicos (la SWD de Baden-Baden-Freiburg) con una variadísima plantilla de percusiones, más los cantantes solistas, formaban el numeroso plantel bajo la dirección del experto y profundo conocedor de la partitura, el director francés Sylvain Cambreling.

La versión musical fue de altísimo nivel tanto en lo vocal (maravillosa la soprano Camilla Tilling como Angel, y Alejandro Marco-Burmehster en el papel protagonista, San Francisco, y muy bien los hermanos “franciscanos“ Von Halem, el leproso, König) como en lo instrumental y la puesta en escena , sobria, respetuosa y creativa (inolvidable la escena del Leproso, personaje al que va unido un mimo enteramente vestido de negro literalmente enrollado en una tela negra que simboliza la lacerante enfermedad y que, por Amor, San Francisco asume como propia, curando al Leproso), lo que no está nada mal para estos tiempos de excesos, fealdad, provocaciones gratuitas, excentricidades y groserías.

Sin embargo, no quiero, pese a mi condición de músico y crítico, centrarme únicamente en la faceta estrictamente musical, sino en el impacto emocional y espiritual de esta gran página operística, de un misticismo inigualable y en la que se pudo constatar el triunfo de lo paradójico: pese a la grandiosidad y lo costoso de los medios musicales y materiales, la obra no se impuso por su aparatosidad, sino por sus innegables sencillez y espiritualidad, tanto en el texto como en la Música.

El numeroso público que no abandonó el recinto (para vergüenza de todos, hubo algunos espectadores que abandonaron la sala con grandes aspavientos, tras el segundo acto, una vez que hubieron devorado y digerido el canapé del primer entreacto, molestando a los artistas y a los que escuchábamos respetuosamente) vivió intensamente no solo una función de Opera, sino una experiencia de gran espiritualidad de la mano de la maravillosa música de Messiaen
(modernísima, de enorme riqueza tímbrica, pero inteligible y emocionante) y también gracias a su sólido libreto, lleno de sabiduría y amor cristiano, escrito por el propio compositor francés.

La obra dividida en tres actos y numerosas escenas relata episodios ciertos y ficticios, pero de gran verosimilitud, sobre la vida humilde, sencilla, auténtica, de San Francisco y de los hermanos franciscanos. Asimismo, lo sobrenatural está presente, con la sobrecogedora presencia del Angel y especialmente, al comienzo del tercer Acto , la de Dios Nuestro Señor, a través del imponente coro y la orquesta, que se manifiesta en toda su majestuosidad, logrando unos momentos de inolvidable y sincera emoción.

Y se hizo el milagro, tanto para creyentes como, según yo mismo pude constatar, para los no creyentes: la representación nos transfiguró y la gran y moderna Opera , la Música y el Teatro hermanados en la forma musical reina, nos acercó a lo mejor de nosotros mismos, un poco más cerca de nuestro Creador, de la mano del santo de la humildad, la pobreza y la caridad, San Francisco. ¿No se trata, en verdad, del triunfo de una paradoja?

Luis Agius, 4 de Septiembre de 2011

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