UN ANÁLISIS DEL EPISTOLARIO ELENA FORTÚN-CARMEN LAFORET
De la amistad literaria a la amistad espiritual: una conversación sobre Dios
I. Una visión general del epistolario
La Fundación Banco de Santander en su colección “Cuadernos de obra fundamental” acaba de publicar el epistolario de estas dos grandes escritoras que fueron Carmen Laforet y Elena Fortún, seudónimo literario de Encarnación Aragoneses. Lo ha titulado “Carmen Laforet & Elena Fortún. De corazón y alma (1947-1952)”. Va precedida de unos breves prólogos de dos de las hijas de Laforet, Cristina y Silvia Cerezales Laforet, y de Nuria Capdevilla-Argüelles; de la selección de la correspondencia se ha ocupado Cristina Cerezales Laforet.
Este epistolario ilumina de un modo muy elocuente algunos aspectos de los últimos cinco años de vida de Elena Fortún, la última parte ingresada en el sanatorio Puig de Olena, de Centellas (Barcelona) por el cáncer de pulmón y tuberculosis que padeció. Y también esos cruciales años de la vida de Carmen Laforet, en los que experimentó una conversión religiosa, que más tarde trasladaría a su novela La mujer nueva.
Son cuarenta y seis las cartas seleccionadas y el arco de tiempo que abarcan es desde el 1 de febrero de 1947 al 25 de enero de 1952, cinco años. Catorce de ellas proceden de la pluma de Elena Fortún y treinta y dos de Carmen Laforet. Algunas son muy breves, de apenas unos pocos párrafos, y otras son más largas.
Su contenido refleja la amistad que unió a estas dos escritoras, que se vieron muy pocas veces personalmente, pero que llegaron a una gran admiración y afecto humano y espiritual. En sus cartas, Carmen Laforet manifiesta cómo creció leyendo los inolvidables relatos de Celia y los demás personajes creados por Elena Fortún, y cómo le ayudaron a comprenderse a sí misma y al mundo que le rodeaba. Su amor por estos relatos lo trasmitió a sus hijos: “Solía mi madre leernos capítulos sueltos de Celia (…). Recuerdo lo mucho que ella disfrutaba –hasta llegar a atragantarse con la risa que le producían algunos episodios- leyéndonos las ocurrencias de aquellos niños, que ya considerábamos de ‘la familia’ (…) Trasportaban a mi madre a ese lugar del interior de cada uno donde la infancia permanece para siempre. Y era entonces, y por ellos, cuando se producía el más profundo y verdadero encuentro con nosotros, sus hijos” .
En la introducción de Cristina Cerezales Laforet cuenta el hallazgo, primero de las cartas que Elena Fortún dirigió a su madre y, luego, de las vicisitudes –verdadera investigación que se sigue como un relato de búsqueda del tesoro- hasta que consiguieron las cartas de su madre: “las leí con embeleso, y puedo asegurar que la segunda parte del tesoro superó mis expectativas y me enriqueció como persona y como hija. En ellas volvía a hallar, igual que en la correspondencia con Ramón J. Sender, una amistad elevadísima, nacida y alimentada por ambas partes de lo que destila la literatura del otro. En ambos casos el encuentro personal entre los autores había sido escaso. Sin embargo, habían podido captar a través de la lectura la esencia que el autor había dejado en ella, creando en este intercambio un amor puro y libre de confusiones” .
Esta correspondencia comienza cuando Encarnación Aragoneses tenía cincuenta y nueve años y Carmen Laforet veintiséis y se prolonga hasta los sesenta y cuatro de la primera y treinta y uno de la segunda. Las dos escritoras pertenecían a dos épocas distintas, pero manifiestan una especial comunión de espíritus entre ellas. Salen en el epistolario “Julia Manguillón, Josefina Carabias, Paquita Mesa, María Martos de Baeza, Lilí Álvarez, Carolina Regidor, Fernanda Monasterio, Carmen Conde, Matilde Ras… (…). Carmen Laforet vio en Elena Fortún una reconfortante figura maternal a la que querer y con la que vincularse, el origen de su voz, una madre literaria” . Vamos a tratar de modo resumido de su recorrido personal y luego volveremos al epistolario.
II. Breve reseña vital y literaria sobre Encarnación Aragoneses
Encarnación Aragoneses de Urquijo, conocida por su seudónimo literario, Elena Fortún, nació en Madrid el 17 de noviembre de 1886 y falleció el 8 de mayo de 1952 en Madrid. Hija de Manuela de Urquijo, de nobleza vasca, y de Leocadio Aragoneses, alabardero de la Guardia Real, de origen segoviano. Estudió Filosofía y Letras en Madrid. Se casó con Eusebio de Gorbea, su primo, militar y escritor, que llegó a ganar el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua por su obra Los que no perdonan; participó en la vida literaria y teatral y tuvo cierto trato con Valle-Inclán, Ricardo Baroja y Cipriano Rivas Cherif. Después de la guerra civil, se exilió a Argentina; con tendencias depresivas, se suicidó en Buenos Aires a finales de 1948, cuando su mujer, Encarnación, se encontraba en España ocupada en realizar gestiones para que pudiera regresar, pues había sido militar republicano. El matrimonio tuvo dos hijos, de los que murió el menor, Bolín, en 1920, hecho que produjo, lógicamente, un gran dolor a sus padres. Vivieron en Madrid, pero también en otras ciudades.
Encarnación Aragoneses participó en actividades literarias y culturales para mujeres en el Lyceum Club Femenino, fundado por María de Maeztu, y mantuvo trato y amistad con muchas de ellas: María Lejarra de Martínez Sierra, Pura Maortua Ucelay, Zenobia Camprubí, Matilde Ras y otras muchas que aparecen citadas directa o indirectamente en el epistolario.
Su amiga María Lejarra de Martínez Sierra, le habló de Encarnación Aragoneses a Torcuato Luca de Tena, director de ABC. Y a partir de 1928 comenzó a publicar en las páginas de Gente menuda, del ABC, los relatos de una niña, llamada Celia, y de sus hermanos –dirigidos al público infantil y juvenil–, que contribuyeron a la educación de varias generaciones. Junto a Celia, creó otros populares personajes: Cuchifritín, Matonkiki, Mila, Lita y Lito, La Madrina… Estos relatos llamaron la atención de Aguilar, que comenzó a editarlos en forma de libro.
La mayor parte de las narraciones iban acompañadas de excelentes dibujos a cargo de Regidor y luego, Molina Gallent y más tarde, Serry. En su escritura se advierte una profunda comprensión del modo de pensar y sentir de las niñas y niños. Son personajes reales, que se encuentran en las calles, parques y casas de nuestras ciudades, que juegan y se divierten, a los que les suceden los avatares que suelen acontecer a los niños y que reaccionan como ellos. Suscitan una profunda corriente de simpatía y enseñan a crecer, sin dejar de ser niños y de hacer trastadas y chiquilladas, divertidas o no tanto para sus
padres, como corresponde a la edad que tienen.
Mujer de convicciones republicanas, en la mayor parte de sus relatos no aparecen sus ideas políticas, y busca más hacer literatura, y con frecuencia, gran literatura, en la que está presente la vida con todas sus manifestaciones de humanidad, belleza, amistad, familia, trato entre padres e hijos, estudios, ideales… más que transmitir una ideología concreta. Su fondo es un sentido común natural, y también está presente una visión cristiana de la vida, no manifestada explícitamente, salvo en algunos relatos como El cuaderno de Celia, con las oraciones para la Primera Comunión, que es citado en el epistolario, y analizaremos más tarde; y en Celia y la revolución, en el que Celia, adolescente con quince años, ante tanto dolor y desastre de la guerra civil, se abre explícitamente a un horizonte esperanzado en las manos de Dios:
“Me quedo sola en la ancha acera bajo los árboles, aún desnudos de hojas… ¡Sola! Todos, uno tras otro, han ido dejándome sola antes de que me fuera…
- ¡No, no estoy sola! –me repito para darme ánimos-. ¡Estoy en las manos de Dios!” .
Sus principales obras son: la colección de Celia: Celia, lo que dice (1929), “el primer libro de la serie, en el que nos la presenta como una niña de siete años, con los ojos claros, la boca grande y el cabello rubio. Celia tiene la edad de la razón: así lo dicen las personas mayores. La autora va introduciendo a su Celia en el mundo de las personas mayores, ‘mundo con unas reglas absurdas e ilógicas que los niños se resisten a cumplir’ y va evolucionando, entre asombro y asombro y la vemos adaptarse poco a poco a ese mundo extraño, y a veces hostil, hasta convertirse ella misma en una persona mayor” . Después vienen Celia en el colegio (1932), Celia novelista (1934), Celia en el mundo (1934), Celia y sus amigos (1935), Celia madrecita (1939), Celia institutriz en América (1944), El cuaderno de Celia (1947), Celia se casa (1950), Los cuentos que Celia cuenta a las niñas (1951), Los cuentos que Celia cuenta a los niños (1952).
“Celia y la revolución”
Su novela Celia y la revolución, inédita hasta hace unos pocos años (1987 y reeditado en 2016), es un relato de gran calidad literaria sobre la guerra civil en Madrid, Albacete, Valencia y Barcelona, vista con los ojos de una adolescente de quince años. Incorpora su experiencia personal en la dura y fratricida guerra civil, pero el sufrimiento, el miedo, los asesinatos y represalias, los bombardeos, el hambre, aparecen matizados por la mirada juvenil. Este libro, en opinión de Andrés Trapiello es una de las grandes novelas de la guerra civil española, junto a Sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales, La revolución española vista por una republicana, de Clara Campoamor, España sufre, diarios de guerra de Morla Lynch. “Todos ellos constituyen lo que hemos venido en llamar la tercera España, en los que habría que incluir también Democracias destronadas, de José Castillejo (…). La característica común de estos cinco libros es que fueron escritos durante la guerra civil o al poco de ella (…). A la novela de Elena Fortún le sucede lo mismo que a la de Chaves: puede considerarse una crónica autobiográfica” . “En ningún otro libro están mejor contadas las sacas, checas y paseos en el Madrid revolucionario sin el tremebundismo de unos (…) y el escamoteo de otros, con la inocencia, podríamos decir, de una muchacha, Celia, que aquí se presta a encarnar a su autora. No quiere hacer propaganda ni tampoco victimarse. Le ha tocado vivir esa circunstancia, y ella es una escritora de circunstancias, y desde luego, realista. Deja, pues que la mirada de Celia se
pasee por todas partes (…) Todo será relatado con sobriedad y precisión de relojero” .
En esta gran novela, Celia –y su autora, Encarnación Aragoneses, que vivió hechos terribles y narra como pocos, los terribles asesinatos de las checas de las noches de Madrid en manos anarquistas y comunistas, y los bombardeos del otro bando y el efecto de terror que producían en la población civil, y el hambre y las colas de racionamiento de la ciudad sitiada, “no juzga: trata de relatarlo todo de la manera más objetiva, sin omitir detalles y sin dejar de preguntarse quién tiene la razón. Ella se limita a contar lo que vivió, a poner en los labios de una niña de quince años un dolorido asombro ante aquella sangrienta y absurda lucha fratricida que fue nuestra guerra civil” .
La colección de Cuchifritín: Cuchifritín, el hermano de Celia (1935), Cuchifritín y sus primos (1935), Cuchifritín y Paquito (1936), Cuchifritín en casa de su abuelo (1936), abuelo materno que vive en Segovia, “que aporta el contraste, literariamente interesantísimo, del mundo provinciano frente al de la capital en los albores de la guerra civil. Encarnación Aragoneses conservó toda la vida una encendida nostalgia por la tierra de sus abuelos paternos –dedicados a la agricultura-, y habría querido ser enterrada en Ortigosa del Monte, pueblo cercano a Segovia donde veraneaba de niña” .
La colección de Matonkikí, prima de Celia: Las travesuras de Matonkikí (1936), Matonkikí y sus hermanas (1936).
La colección de Mila, hermana de Celia: La hermana de Celia (Mila y Piolín) (1949), Mila, Piolín y el burro (1949), Patita y Mila, estudiantes (1951).
Escribió, además, otras obras infantiles: Canciones, libro de manualidades, teatro para niños, cuentos, ensayos sobre cómo contar cuentos a los niños, y dos novelas que dejó sin publicar, “El camino es nuestro” y “Oculto sendero”, que han sido editadas recientemente por la Fundación Banco de Santander y Renacimiento.
III. Breve apunte sobre Carmen Laforet Díaz, como contexto
Nace el 6 de septiembre de 1921 en Barcelona, y fallece el 28 de febrero de 2004 en Majadahonda (Madrid). Hija de un arquitecto de Barcelona y una profesora de Toledo. Vive en Gran Canaria desde los dos años hasta los dieciocho; tuvo otros dos hermanos. Pronto falleció su madre, y su padre se volvió a casar.
La publicación de “Nada”
Viaja con dieciocho años a Barcelona para estudiar la carrera de Filosofía, y más tarde a Madrid para estudiar Derecho. En 1944 gana el prestigioso Premio Nadal de Novela, que se otorgaba por primera vez, con la novela Nada, con el que obtuvo un gran éxito: esta novela continúa editándose en la actualidad, ha pasado a formar parte de los planes de estudio de literatura del bachillerato español, y es considerada por algunos como
una de las grandes novelas del siglo XX en castellano.
Su publicación produjo también una gran conmoción, pues reflejaba un mundo triste y gris de la posguerra, que llamaba más la atención al haber sido escrita por una autora con apenas veintitrés años. En casi toda su obra vuelve una y otra vez sobre el contraste entre el idealismo de la juventud y la dureza del ambiente: su obra se puede entender también como una lucha por la esperanza en una vida más feliz y más lograda. La recepción de esta primera novela fue de gran admiración:
“Asombra lo nuevo del clima en que la obra se desenvuelve, perfectamente actual, la fuerza arrolladora de la acción; su carácter de novela plena, sin subterfugios; una ternura contenidísima en un armazón muy sólido; y la enjundia de los caracteres, ni fáciles ni raros (…) los valores de la novela son intensidad, profundidad y simplicidad. Hay en ella tanto contenido humano (…) que entronca con la esencia misma de esta época” .
Tanto los críticos literarios (Muñoz Cortés, Fernández Almagro, Juan Eduardo Zúñiga), como otros novelistas (Zunzunegui, Cela, García Serrano) y otros escritores y ensayistas (Azorín, Laín Entralgo, José María de Cossío, Eugenio Montes, Ignacio Agustí) elogiaron la obra. Fue un gran éxito de público: el libro más vendido en 1945. Recibió el Premio Fastenrath de la Real Academia en 1948 y fue llevada al cine dos veces . Se adscribió a una corriente de la época calificada como tremendismo, y el final, en la salida de la protagonista, Andrea de la casa de la calle Arribau, resume la novela:
“De la casa de la calle Arribau no me llevaba nada”, pues no se llevaba nada, por no haberlo tenido; nada de lo que le hubiera gustado conocer y tener: “la vida en su plenitud,
la alegría, el interés profundo, el amor” .
“Carmen Laforet consigue expresar una sensibilidad nueva, dotar de interés cuanto roza, ligar apretadamente su historia sin menoscabo de una a veces encrespada, pero siempre fresca, bullente fluidez. Este arte habilísimo de urdir o hilar finamente la historia, esta intuición o instinto de lo esencial y necesario en el modo de contar, no tanto en lo contado, constituyen la gracia y la fuerza de la autora” . Y otros autores señalaron que Nada añadió a La familia de Pascual Duarte, de Cela, lo que le faltaba a esta última,
“compromiso con la realidad”: apareció “al terminar la guerra mundial, en el momento en que empezó a conocerse entre nosotros algo del recién estrenado existencialismo” (José Luis Aranguren) .
“En la actualidad, pasada la euforia que supuso su salida, sigue siendo considerada por la crítica como una de las novelas claves de su época, aunque la crítica universitaria ha señalado sus limitaciones. Sus aportaciones se concretan en la sinceridad de la autora y en la inmediatez del relato. Ha reflejado con inesperada fuerza un mundo hostil en el que se ve envuelta la protagonista. Era, en palabras de Ignacio Agustí, un libro oportuno, de una oportunidad asombrosa. Esa oportunidad y novedad formaron parte de las razones
de su éxito” .
Se casó con el periodista y escritor Manuel Cerezales en 1946, con el que tuvo cinco hijos. Posteriormente publica en 1950 la novela La isla y los demonios, ambientada en Canarias. En el epistolario que vamos a analizar sale con frecuencia el proceso de escritura de esta novela. En 1954 es editado un libro de relatos titulado La llamada.
La publicación de “La mujer nueva”
En 1955 publica La mujer nueva, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura. En ella refleja la conversión de la protagonista, Paulina y aparecen manifestaciones autobiográficas de su propia experiencia religiosa. La recepción de esta novela en la crítica, en general, ha tenido diversas fases.
Gerarld Brenan le escribe a Carmen Laforet en una carta fechada el 6.2.1956: “Yo me acordaré siempre de esa noche de lluvia que llena la primera parte de su libro y del viaje de Antonio en su coche y de Paulina en el tren. Usted me dice que escribió esta parte con facilidad. Le aseguro que, como literatura, es magnífica. Luego viene la conversión, la sensación del descubrimiento de Dios, en el tren. Ésta es la cosa mejor del libro. Dudo que haya en castellano unas páginas más maravillosamente poéticas que estas del primer capítulo de la segunda parte” .
En 1962, un crítico escribe: “Carmen Laforet volvía a la novela con mejor pulso para la delimitación de sus personajes, de sus protagonistas femeninos, con (…) la consagración definitiva, por la altura de su empeño, con La mujer nueva” .
En opinión de Eugenio de Nora, esta novela es “la más ambiciosa y la menos lograda de sus obras”, pues Carmen Laforet, que en sus novelas “acierta a contarnos, con un arte excepcional (perfecto dentro de sus límites) lo que les pasa a sus personajes; consigue incluso que veamos cómo les pasa (exceptuando una parte de La mujer nueva); y que tengamos un vislumbre más o menos intuitivo y fugaz, pero auténtico de quiénes son; pero no parece nunca plantearse el porqué de sus vidas truncadas” . Precisamente, en La mujer nueva intenta plantearse el porqué de la vida de la protagonista y, en mi opinión, lo consigue, logrando escribir una gran novela. Veremos en el epistolario cómo Carmen Laforet decide después de su conversión escribir una novela de estas características y se lo cuenta a Elena Fortún en una carta. Si he entendido bien la crítica de Eugenio de Nora, le parece que no es creíble la evolución de la protagonista, Paulina, hasta abrazar la fe cristiana… Sin embargo, en mi opinión, precisamente es tan creíble la evolución de la protagonista, y está tan magistralmente y bellísimamente expresada su conversión, porque está basada en un suceso experimental de la autora, que vivió en primera persona y con gran hondura y consecuencias en su vida posterior, y sabe convertir esa experiencia vital en literatura: las decisiones posteriores de Paulina son consecuencia natural de su conversión. En resumen: coincido con la primera parte de la opinión de Eugenio de Nora: La mujer nueva es la más ambiciosa de las obras de nuestra escritora,
y no coincido con la segunda: al contrario que él me parece una novela muy lograda.
Otros autores resumen: “Laforet volvía a bombear en su literatura sus propios jugos vitales, pero el resultado, no siendo ni estilísticamente ni técnicamente deficiente, fue una novela de contenido retardatario, de una espiritualidad enfermiza y subyugada, del todo acorde con la educación moral represiva que el nacionalcatolicismo reservaba a la mujer” . Reconocen la calidad del estilo y la técnica, pero no les gusta su conversión.
Y otros: “se trata aquí de la lucha de una mujer cultivada e independiente por romper con un pasado en el que dominan las pulsiones eróticas, para avanzar por la senda de la purificación y el cumplimiento del deber. La autora se basa en una experiencia propia. La obra cosechó reacciones muy dispares. Están fuera de lugar los elogios y los ataques desmedidos. Coincidimos con JL Alborg y Martínez Cachero en que la primera parte de la novela, la dedicada a las pasiones humanas de Paulina, es un acierto; pero decae considerablemente en el momento en que recibe la llamada de la gracia divina. El proceso es demasiado rápido y resulta poco convincente” .
Estoy más de acuerdo con Valbuena Prat: “es humanísima en su relativa sencillez, supremamente adivinadora en la conversión en el tren, rica en los casos y personajes que se entrecruzan en el problema de la protagonista. Su sentido católico no es ingenuo ni rutinario, plantea con hondura la situación de Paulina y sus luchas íntimas, desde la llamada de la gracia hasta la única lógica y humana solución. Ni contemporiza ni juega a la extrañeza de un Mauriac. La obra y el caso son profundamente españoles y arrastra vendavales, sangre y muerte de la guerra y la posguerra, Cada personaje está estudiado con verdadero cuidado (…) El pueblo inventado en el paisaje de León, es un acierto, como la voz de la tierra y de la serenidad popular, frente a la prisa desorbitada de la mujer de ciudad, Paulina (…) Y allí, al adivinarse, su vida nueva, alcanzará la paz y ceñirá su pequeño hogar” .
Más recientemente, otros autores señalan que el acierto de esta novela no es tanto la conversión de Paulina, la protagonista, y el aspecto religioso, sino que es “una muestra bien lograda, no sólo en su estructura novelística, sino también en el trasfondo sicológico de sus personajes, en los temas y en la variedad de historias y relatos que le presenta al lector, de un tema de actualidad: el eterno problema de la falta de comunicación, de la búsqueda de equilibrio en las relaciones entre el hombre y la mujer” .
En 1963 sale a la luz La insolación, que forma parte de una trilogía en el propósito de la autora, Tres pasos fuera del tiempo, del que se ha llegado a publicar un segundo volumen póstumamente, Al volver la esquina, que ha salido a la luz en 2004. La tercera novela, sobre la que trabajó la escritora y de la que habla en su correspondencia, Jaque Mate, no se ha publicado y, al parecer, tampoco se ha encontrado el manuscrito.
En 1970 publica otra colección de relatos titulado La niña y otros relatos. En 1981
aparece Mi primer viaje a USA, ensayo sobre un viaje a Estados Unidos que realizó en 1965. De las amistades que hizo en ese viaje, mantuvo una correspondencia con el escritor Ramón J. Sender, que ha sido publicada en 2003, bajo la guía de su hija Cristina Cerezales Laforet, con el título Puedo contar contigo, que incluye setenta y seis cartas. En esta correspondencia, además de muchos otros temas, aparece la religión como interés de los dos escritores, pues ambos tenían fe en Dios.
Ha publicado también numerosos artículos, recopilados en Artículos literarios (1977), un libro de viajes, Paralelo 35 (1967) y numerosos cuentos y relatos. Sufrió los últimos años de su vida una enfermedad degenerativa, Alzheimer, que le fue inhabilitando para la escritura y para la vida social. Falleció en 2004.
En 2007, ha sido publicado a cargo de Agustín Cerezales Laforet, bajo el título Carta a don Juan. Cuentos completos, la totalidad de sus relatos cortos, incluidos algunos inéditos. Los cuentos de Laforet, “a menudo protagonizados por personas de su misma condición social, las sufridas clases medias, nos transmiten de manera vivida el ambiente de precariedad que éstas también padecieron en los años cuarenta y cincuenta. La autora siente predilección por los personajes desvalidos y de entre éstos, por los femeninos, quizá porque le resulten más fáciles de crear. Le basta con mirarse a sí misma. Tal vez por eso aparecen con frecuencia las mujeres casadas, madres de familia, preocupadas por el bienestar de los suyos, pendientes de la economía doméstica” .
Y en 2010 se ha publicado el volumen Siete novelas cortas, también a cargo de Agustín Cerezales. “Estas siete novelas cortas son relatos de la vida dañada. Tanto el tono neorrealista, como lo relatado en ellos, muestran (…) lo borroso, confuso y fragmentario. La posguerra es el lugar de estas siete novelas cortas (…). Es interesante ver cómo Laforet trata en estos relatos de hacer salir el bien, la acción luminosa y recta, del núcleo de lo más cotidiano, trivial y ramplón. Es, entre otros, el tema de la bondad verdadera de algunas beatas. La bondad que resplandece débilmente, gradualmente en estas siete novelas, con distinta modulación en cada una de ellas” . Todas ellas las escribió entre los años 1952-1954, en pleno efecto de su conversión religiosa, pues “Carmen Laforet, ingresó en esos años, ‘en la fila de las beatas de aquel tiempo’, en una Iglesia Católica que hasta entonces le había parecido ‘un enorme caparazón vacío, un tinglado cultural y moral sin sentido’. Y en 1970 seguía creyendo que ‘era muy lógico que a un espíritu libre en aquella época la Iglesia que se podía ver desde fuera de la fe le resultara algo anacrónico e inútil’, y al releer sus obras de aquellos días, ve sobre todo, en aquellos esbozos, ‘la admiración por los seres que bien o mal, trataban de ser mejores en momentos de nuestro país muy difíciles. Tiempos de posguerra y de hambre, tiempos de egoísmo y de preocupación de cada cual por la subsistencia de cada día’ (…). Con estos relatos, Carmen Laforet hizo gala una vez más de su valentía y falta de egoísmo, al ‘ingresar en esa fila de beatas’” .
IV. Las primeras veinte cartas del epistolario
La primera carta del epistolario seleccionado es de Elena Fortún y está fechada en Buenos Aires el 1.II.1947, en la que Encarnación Aragoneses agradece a Carmen que le
diga que aprendió a escribir en los libros de Celia. Y le anima ante su próxima maternidad:
“¡Cómo que va a estar usted arrepentida de lo hecho! No. Será usted feliz muchos años y acepte con alegría la responsabilidad de vivir una vida que no estaba destinada a usted. Además, un hijo… Es como si las entrañas manaran miel durante el tiempo que son un rollito de carne…, y luego cuando ya andan, y los primeros sonidos que aún no son palabras…, y la risa que resuena dentro de nosotras haciendo eco… Querida Carmen, tiene usted unos maravillosos años de felicidad por delante. Luego, Dios dirá” .
Le recomienda algunos libros, le cuenta cómo llegaron a Buenos Aires su marido y ella y le describe el proceso de escritura de El cuaderno que olvidó Celia, que me parece relevante para el tema de este artículo, reflejado en el subtítulo: De la amistad literaria a la amistad espiritual: una conversación sobre Dios:
“Ahora estoy escribiendo un librito, El cuaderno que olvidó Celia, que son treinta días en el convento, cuando tenía nueve años, para hacer la primera comunión. Parece que una de las cosas que indignan a las monjitas de España es la falta de religiosidad que parecen revelar mis libros. Bueno, ahora verán. Quiero hacer algo místico, pero no ñoño, y hasta con un poquito de gracia conventual, sin asomo de burla. Necesitaré las licencias eclesiásticas. No sé si estos señores encontrarán algo que no esté completamente en el dogma. Es posible… A veces me pongo a escribir, a escribir, y se me va el pensamiento en un arrobo que tal vez está fuera de la Iglesia… ¡Qué difícil!” .
Dos años más tarde, el 5.VI.1949 Elena Fortún le escribe contándole la tragedia del suicidio de su marido y las duras vicisitudes que pasó por la casa y los papeles de la testamentaría. En las cartas aparecen las pequeñas historias y también tratan de literatura, en qué está trabajando cada una en ese momento. Valga como ejemplo esta carta de Carmen Laforet en la que se muestra muy exigente consigo misma y cómo la escritura le
sirve de terapia para liberarse de “mis malos fondos revueltos”:
“Dentro de unos días volveré a coger la novela, ya para darle los arreglos finales. ¿Por qué escribirá uno? Todas las disculpas que se inventa uno para escribir son falsas. Falta de dinero, afán de hacer algo que esté bien… Todo eso es falso, o por lo menos incompleto. Yo escribo artículos –que no me gusta hacer- para ganar dinero, es exacto. Escribo una novela procurando que dentro de su modesta categoría quede todo lo bien que pueda hacerla…, pero absolutamente convencida de que esta labor mía no da ni quita un ápice de espiritualidad al mundo, de que para nadie es importante; y yo me entrego a ella, a sabiendas de sus muchos defectos, de sus enormes lagunas, de su mezquina talla, me meto en ella con cansancio, con rabia, con todo, y este trabajo, mientras lo hago, para mi es importante porque me libera de otras muchas cosas. Me sirve de huida de mis malos fondos revueltos…, y ya está; por eso escribo, aunque me angustie escribir también” .
En las siguientes cartas Carmen Laforet continúa hablando a su amiga Elena de cómo va la novela (La Isla y los demonios), y de pequeñas historias con sus hijas. Elena Fortún le contesta en la Nochebuena de 1950, hablándole de su alegría por la Navidad:
“… es Nochebuena y estoy contenta… porque hay miles de niños y de almas ingenuas en el mundo que, vivan en el medio en que vivan, hoy tienen el alma dilatada de felicidad, y yo siento sus vibraciones. Me imagino que es por eso por lo que estoy contenta siempre en estos días” .
Cita a varias amigas: Carmen Conde, Julia Minguillón, Josefina Carabias… y cómo está escribiendo un nuevo libro de Celia: cómo cría y educa a sus hijos. Y es la primera carta en la que se despide de un modo elocuente para el objeto de este artículo:
“Rezo por ti y por los tuyos todos los días” .
En esta conversación epistolar se ve cómo va arraigando una amistad entre las dos amigas, cada vez más afectuosa y profunda; le escribe Carmen a Elena:
“… Querida Elena, ¡qué pena me da que no estés en Madrid para hablar contigo algunos ratos! Me gustaría muchísimo que un día cogieras el avión y te pasaras aquí unas vacaciones, aunque fueran cortas… Pero tú odias Madrid tal como es ahora… Quizá nos podríamos encontrar en otra parte…” .
En carta del 10.II.1951. Elena Fortún, después de hablar de que se ha matriculado en un curso de Filosofía en la Balmesiana, porque “andaba yo un poco descentrada y creí que necesitaba un baño de transcendentalismo”, pero no le había gustado. Cuenta también los libros que está escribiendo y concluye:
“¿Sabes? Rezo por ti todos los días. Ya me he acostumbrado a hacerlo y tengo la seguridad del resultado” .
En cartas posteriores, Carmen Laforet le cuenta a su amiga Elena los avances en la novela La Isla y los demonios, ambientada en las Islas Canarias:
“Ahora siento cierto placer al ver que la novela va saliendo. En ella van muchas cosas que yo miré en mi adolescencia. Piedras y luces y mares… Los seres humanos que intento dibujar son inventados, y las circunstancias, todas” .
Manifiesta su preocupación porque Elena Fortún ha sido hospitalizada. Y expresa cómo su amistad ha ido ahondándose y cómo ve a su amiga, como una madre:
“En cierta manera, yo, querida, me siento hija tuya. He pasado muchos años de mi vida hablándote. Quisiera hacer algo por ti. (…) No pienses nunca que estás sola. Piensa alguna vez en mí, como yo hacía de chiquilla, cuando te hablaba sin haberte visto nunca y te contaba mis pequeñas cosas” 33
En una carta posterior, sin fecha, pero por el contenido, de estos días, insiste:
“Me gustaría que de cuando en cuando pensaras: ‘Conozco a una mujer, más joven que yo, que hace una vida casi monástica, trabaja, lee, se ocupa de sus hijos, no frecuenta la sociedad en absoluto y quiere con mucha ternura a su marido…, pero a esta mujer le hace mucha falta hablar conmigo de cuando en cuando. Le hace una falta enorme; hay muchas
cosas que me quiere preguntar, otras que quiere explicarme, y solo a mi’. Esta persona,
ya lo sabes, soy yo. (…) Hazme el favor de curarte.” .
En carta de 24.VI.1952 Carmen Laforet le habla a Elena Fortún, como en todas, de sus hijos (también porque su amiga se lo había pedido: le ayudaba a rezar por su familia… y a escribir), y del sufrimiento al escribir su novela, como a todo artista:
“Yo estoy sumergida en cuartillas, desesperada porque todo va despacio, y más desesperada todavía porque todo esto me parece inútil. ¿A quién la van a importar las aventuras de Marta Camino? Yo creo que a nadie. Y a mí, al fin, me está aburriendo. Sin embargo, no puedo dejar de hacer el libro lo mejor que yo sepa, y por eso, lo cuido contra toda mi impaciencia, y contra todo mi desaliento. (…). (Y después de hablar de sus hijas, concluye): Yo no quisiera de ninguna manera que salieran artistas; que no tengan esa terrible carga de crear, aunque sepan que no vale nada lo que hacen… Esta manía espantosa que a mí me amarga la vida” .
La siguiente carta de Elena Fortún a Carmen Laforet es ya desde el Sanatorio Puig de Olena, en Centellas (Barcelona), y está fechada el 4.VII.1951. Cuenta que estuvo a punto de morir y cómo la sacó adelante Carolina Regidor, una amiga, enfermera, que fue novia de su hijo, y a la que había confiado sus últimas voluntades y qué hacer con sus pertenencias y papeles. Relata una mala experiencia con el buen sacerdote que le fue a administrar los últimos sacramentos; desde luego, si fue así, el consejo que le da refleja poca empatía y misericordia, a la que llama la Iglesia Católica, y ahora el Papa Francisco a todos los sacerdotes, en especial en el trato con los enfermos y con los que se acercan al sacramento de la confesión: que expresen lo que significa: un encuentro lleno de ternura con Jesucristo, un abrazo misericordioso de Dios Padre. Y respecto al consejo médico que le da, es completamente inoportuno: a un enfermo se le ha de aliviar el dolor con todos los remedios médicos adecuados: viene a cuento aquí el cristiano consejo de un santo: “El dolor físico, cuando se puede quitar, se quita; ¡bastantes sufrimientos hay en la vida; y cuando no se puede quitar, se ofrece” . Se ha criticado la visión cristiana del dolor y el sufrimiento, como si fuera querido y buscado en sí mismo, cuando no es cierto: la visión cristiana defiende la lucha del hombre de todas las épocas por avanzar en las terapias para curar, y si no se puede, aliviar el dolor en todas sus formas. La Iglesia Católica goza de una larga experiencia en la creación de hospitales, de santos que fundaron instituciones dedicadas a la salud, esfuerzo sostenido hasta la actualidad. A la vez, con realismo y sabiduría, sabe que el hombre nunca podrá erradicar del todo el dolor y el sufrimiento y busca darle un sentido al que no puede evitarse . La carta dice:
“El día 11 del pasado creí morirme. Las señoras de la casa donde vivía en Barcelona se asustaron mucho y llamaron a un sacerdote de la parroquia. (…) El primero que llegó fue el sacerdote. Le pregunté si creía que me iba a morir enseguida y me dijo que sí. Luego le pedí que rezara para que Dios me diera una muerte fácil porque estaba sufriendo mucho, y a eso me dijo que no lo haría porque los sufrimientos de la muerte me evitarían algunos en el Purgatorio. Si es verdad, me parece horrible, y si no es verdad me parece horrible también. Luego me dio la comunión, a la que asistieron todos los de la casa y las señoras con velas encendidas” .
Le contesta en seguida Carmen Laforet manifestando su pena y afirmando:
“No, querida, no te vas a morir, por fortuna, cuando uno sufre tanto y se da cuenta de ello como tú, eso no es la muerte. Yo creo que Dios es más piadoso que los hombres y que la mayoría de los curas” .
En esta y en cartas anteriores, Carmen Laforet habla de los avances y retrocesos en la escritura de la novela y en sus estados de ánimo sobre ella:
“Ahora escribo muy deprisa. Dentro de unos días todo habrá terminado (este maldito trabajo). No creas que tengo miedo a la crítica, sino a la mía propia. Me salía todo horrible, no sé por qué… Ahora ya parece que va mejor, pero el libro apenas será pasable. Yo lo he hecho todo lo bien que he podido, y nada más… Tampoco creo que mi literatura tenga nada de particular para las gentes. Solo que para mí misma es un trabajo que me arrastra, me desespera, y me causa alegrías. Es como un enamoramiento, ¿sabes?...Esto no es malo” .
En la contestación a esta carta, Elena Fortún escribe el 1.IX.1951 y manifiesta lo mal que está de salud, y la gran escritora que es: véase el párrafo con el que se despide:
“Hoy está nublado. Aquí las nubes no vienen de arriba, sino que brotan del bosque y van separándose de los pinos con esfuerzo, como si se arrancaran. De pronto, todo el bosque se exalta, como si brotara de él su alma, y una masa blanca se adelanta hacia mi ventana, dejándome dentro de una nube. Ocurre casi todos los días y, a veces, varias veces. Al fin, sale el sol, y todo se hace oro.”
V. Una conversación sobre Dios: Lilí Álvarez y Elena Fortún
A partir de la carta n. 20 del epistolario, comienza a aparecer con frecuencia Dios:
“He conocido estos días a una persona que ha influido en mi vida de manera muy extraña y muy buena. Me ha hecho pensar en Dios, ¿sabes? Yo siempre he sentido una fe muy ingenua que no solo no iba acompañada al razonamiento, sino que se separaba de él por completo… Y sigo teniéndola. Pero no me había preocupado nunca de esta parte espiritual de la vida y de la salvación y la alegría que hay en ella” .
Este es un texto fundamental para entender la fe de Carmen Laforet antes de su encuentro con Elia María González-Álvarez y López-Chicheri, más conocida como Lilí Álvarez. La fe de Laforet era una fe sentimental, nada razonada, y me atrevería a decir, muy poco formada: un sentimiento, más que una convicción, que una vez asumida libremente, compromete a toda la persona: cabeza, voluntad y corazón. Y continúa:
“… no es ningún espíritu seráfico ni mucho menos, sino alguien que ha vivido y ha sufrido y que vive plenamente aún, y que ha podido encontrar la alegría y la paz en el sentimiento de amor de Dios… Y lo que me parece más extraño, en su sujeción a las reglas de la Iglesia, de una manera absoluta. Tanto me ha impresionado, que me he dedicado estos días a leer libros religiosos. (…) (entre otros ha leído): La destinación del hombre, de
Berdiaev. Hay dos capítulos, ‘La moral evangélica y la moral farisaica de la ley’ y ‘La
actitud cristiana con respecto a los pecadores y malos’, que me impresionaron mucho” .
Y concluye con esta reflexión sobre su vida anterior:
“Yo no sé por qué he pensado tan poco hasta ahora en el cristianismo y en la alegría que puede dar y en el amor que cabe dentro de él, sublimando las pasiones que uno tiene por fuerza. Quizá te aburro con estos temas que ni siquiera desarrollo; a ti que estás en paz de Dios sobre tus pinos con sol y nieblas, con tu soledad tan llena de ternura para todas las cosas que alcanzan tus ojos…” .
Elena Fortún le contesta a esta carta y otra posterior de Carmen Laforet el 19.9.51, y después de informar a su amiga de lo mal que va su salud, le dice:
“Me alegra mucho que hayas encontrado una persona que te haya hecho pensar en Dios y en la salvación. En realidad, tu fe sencilla y sin razonamiento es la verdadera. La razón no tiene casi nada que hacer en lo eterno. Yo leo ahora muchos libros de religión que me prestan las monjitas. Algunos son insoportables, melíferos, llenos de superlativos a que a mí me producen un efecto nauseabundo, pero hay otros verdaderamente interesantes” .
Es interesante esta reflexión de Elena Fortún, con la que ya nos hemos encontrado en otras ocasiones, y que corresponde, si he interpretado bien sus sentimientos, un rechazo a determinadas palabras y actitudes poco seculares, melosas, ñoñas, cursis, que abundaban en esa época –y en otras- y que a no pocos autores santos les producía igual rechazo, sin que esto significara un desprecio a la fe; es, para entendernos, más bien una actitud que dicta el sentido común y la sensibilidad humana bien formada .
La importancia de la formación teológica
Y Elena Fortún no rechaza la razón como modo de llegar a Dios, pues le ayudan libros que dan razón de la fe, sólidos y escritos con talento teológico y literario:
“…pero hay otros verdaderamente interesantes. San Agustín, San Francisco de Sales, con su Introducción a la vida devota, Santa Teresa, a la que yo adoro porque sabía más psico-
análisis que Freud. He leído un libro que se titula San Pablo escrito por un profesor de Religión alemán, que me ha gustado mucho. Son los primeros años de la Iglesia, desde tres años después de la muerte de Cristo hasta treinta o cuarenta años después. Las primeras predicaciones, las luchas con el pueblo judío, los primeros mártires. He leído también la historia de Santa Mónica, la madre de San Agustín (años del 300 y pico al 400), y ahora acabo de leer uno completamente americano escrito por un jesuita que está
en América y que se llama Una fuente de energía, que me ha interesado grandemente” .
Y después de unas reflexiones sobre los libros, comenta lo que le decía Carmen en su carta, y resalta la importancia de unas convicciones firmes para la conciencia:
“Sí, querida mía, aunque te parezca extraño es preciso pertenecer a una religión y sujetarse a sus dogmas. De otra manera, no hay nada estable en la conciencia” .
Y concluye con un consejo sobre la formación religiosa de sus hijas:
“Enseña a rezar a tus hijitas. Diles que hay un Dios que es su padre y se ocupa de ellas, y que un ángel se queda a la cabecera de su cama mientras duermen, y las cubre con sus alas. Ello es bonito como un cuento, y es además el símbolo de una gran verdad. ¿Tienes mi libro El cuaderno de Celia? Es la primera comunión de Celia” .
La confianza en la oración de petición
Y concluye la carta ofreciendo su oración por lo que necesite su amiga; es hermoso constatar la confianza que tenía Elena Fortún en ese momento de su enfermedad en los frutos de la oración de petición. Para entender lo que dice, conviene saber que en las cartas de Laforet aparecían con frecuencia los apuros económicos:
“Yo te ofrezco una ayuda auténtica. Es preciso que me digas lo que económicamente deseas y lo que esperas, y yo se lo pediré a Dios. Te aseguro que lo tendrás. Nunca me niega nada, y creo que a nadie, pero yo tengo muchas horas para rezar” .
Carmen Laforet le escribe en seguida, subrayando la centralidad de Jesucristo y el Evangelio:
“He leído muchos libros místicos estos días y no me convencen nada. Solo me convence el Evangelio y la palabra de Jesús. Ahí hay una hermosura sublime. Todo lo demás me parece falso y hasta desviado” .
Y en otra carta posterior, le responde a la oferta de ayuda en oraciones con una declaración significativa, que va precedida de una frase: “lo he pensado mucho”, para dar cuenta de su relevancia: le pide que rece para que tenga la alegría interior; la iba a gozar de un modo inesperado poco tiempo después, como veremos:
“Lo que me dices de pedir por mí me conmueve mucho porque creo en ello de todo corazón. Pero no quiero que pidas cosas materiales. Mira, las angustias de dinero que he tenido algunas veces me han importado, en realidad, tan poco que ni vale la pena pensar en ellas. He reflexionado mucho, seriamente, de verdad en lo que más deseo, y te pido que le pidas a Dios para mí solo una cosa: que yo tenga por dentro esa euforia de vivir, esa alegría interior que yo conozco bien, y que a veces pierdo desastrosamente. Cuando estoy sin ella, me parece imposible vivir. Los medios de tenerla son muy diversos… Yo no me atrevo nunca a pedir a Dios que me conceda los que me parecen más seguros… Esos desembocan en lo contrario. Tú pídele solo, para mí, el resultado (…). Es necesario
que te cures. Pídeselo tú también a Dios. Quiérelo tú… A mí me haces muchísima falta” .
En cartas posteriores de Carmen Laforet hablan de amigas comunes: Fernanda Monasterio, de una niña que le ha pedido a Elena Fortún la dirección de Laforet –Esther Tusquets-, y de Lilí Álvarez:
“He leído tu carta (en la que me hablabas de religión) a esta amiga mía a quien quiero y que ha encontrado en Dios la felicidad de su vida. Es Lilí Álvarez (…) Ha escrito un libro sobre espiritualidad y deporte. (…) Desde que yo te escribí diciéndote que rezaras por mi alegría, yo estoy alegre ¿Es influencia tuya? (…) ¿Conoces los libros de Leon Bloy?” .
Elena Fortún le contesta el 13.X.51. Le cuenta a su amiga las pruebas médicas a las que le someten para buscar un remedio para su enfermedad y lo agotada que se encuentra; y a continuación, comenta su carta sobre la lectura del Evangelio:
“En una de tus cartas me dices: ‘Solo en el Evangelio hay una hermosura sublime. Todo lo demás me parece falso y hasta desviado’. Es exacto. Desviado. Es la palabra justa. Lo ha desviado la humanidad para ponerlo en su camino. Lo ha achicado para poderlo entender. (Y le relata una historia que cuenta Hesse sobre un abad que había impuesto a un amigo una penitencia: que oyera Misa al alba y rezara por la noche tres padrenuestros y un himno mariano; a su amigo le pareció pueril y el abad le contestó): ‘En comparación con Aquel a quien dirigimos nuestras preces, todo lo que hacemos es pueril’. Yo sé que Aquel me oye, que tal vez existo en Él y que todo cuanto deseo me lo da. Me parece que las cosas materiales con más facilidad que las espirituales… no sé por qué. Pido por ti” .
Carmen Laforet le contesta en seguida, y después de manifestarle el gran afecto que le tiene, le abre de nuevo su corazón a su amiga manifestándole una preocupación, y casi una declaración de lo que más le importa en la vida, y le pide que rece por eso:
“Reza tú para que yo tenga mi equilibrio y mi trabajo. Nada más necesito. Reza también para que yo no haga daño a nadie. Tú sabes qué difícil es esto y cómo muchas veces no depende de nuestra voluntad en absoluto. Me gustaría dar siempre serenidad y alegría a mi alrededor… Esto lo estimo más que lo que pueda hacer en literatura más adelante, y que todo (…) Reza también para curarte. Yo creo que lo debes hacer. Haces mucha falta aquí” .
La búsqueda de la alegría interior en las dificultades de la vida y en el dolor
Otra carta de Carmen Laforet, de 19.X.1951. Se refiere a una actitud ante la vida:
“Dices que encuentras que ella (Fernanda Regidor) coge valientemente la vida… ¿qué es el valor? ¡Cualquiera sabe! Yo dentro de mí tengo algo, una especie de aparato regulador que me hace ir a la alegría como al fuego. Sé que al fin el dejarse ir, el coger la vida, lleva a la destrucción. Sé también que la renuncia, muchas veces, lleva a otro estado de alma más sereno, más puro. Toda esta sabiduría no me sirve de nada, eso es cierto, en un momento decisivo; yo soy de las que se juegan la cabeza con los ojos abiertos. Pero sí me sirve para no irme a todo. Yo no me desparramo. Eso es lo que le dije a Fernanda que debía procurar hacer. No porque yo crea que esté mejor o peor, sino porque creo que un
cierto podarse interiormente es algo muy bueno para uno” .
Y después de esta reflexión sobre “un cierto podarse interiormente”, una cierta prudencia en la conducta y en la vida, que da serenidad de ánimo y paz al alma, señala el papel del dolor en la mejora de la persona, del dolor con sentido. Carmen Laforet ha ido cambiando y madurando con su amistad con Elena Fortún; lo cuenta así Carmen:
“Las relaciones humanas son un misterio. Los caminos de Dios, un misterio, poniéndonos a nuestro paso seres que de pronto despiertan lo peor o lo mejor de nosotros o simplemente nos tienden una mano en un momento que lo necesitamos. (…) tú a mí, no sabes cuánto me has hecho pensar y cuánto me has beneficiado. ¿Cómo no voy a quererte?” .
También, como hemos visto, las conversaciones con Lilí Álvarez, las lecturas que ha frecuentado estos años, especialmente el Evangelio, y la gracia de Dios:
“Además, yo, como Dostoievski, creo en el dolor como fuerza de vida interior y de creación. Te voy a decir mi teoría –seguramente herética- sobre el infierno y el cielo. Creo que si uno purifica su espíritu lo suficiente alcanza el cielo ya aquí en la tierra. Si uno llega a sentir ese éxtasis de subir por encima de los pequeños o grandes deseos inmediatos, lo alcanza, y eso ya puede proyectarse a la eternidad. Esto puede sucederle a uno de muchas maneras. Yo creo que casi siempre a fuerza de haber sufrido; pero sabiendo sufrir…, sabiendo encauzar el sufrimiento hacia algo. ¿No crees?” .
En carta del 30.X.51 vuelve Carmen sobre la alegría:
“Lo importante es la alegría de dentro que tengo. Una alegría de maravilla… ¡Tú has rezado para que yo la tenga! Pide para que me siga, porque Dios te hace caso siempre, también en las cosas espirituales.” .
Le contesta Elena Fortún el 30.X.51. Le cuenta las curas que le hacen y cómo sufre. Y, refiriéndose a las conversaciones con Fernanda Regidor y Carmen Conde, dice:
“Tú, Carmen mía, tienes un espíritu maduro que me asombra. (…) Tienes razón, el dejarse ir, lo que llaman ‘vivir la vida’, las lleva a la destrucción. Ese saber renunciar, ese podar los pequeños y grandes deseos es ir hacia un estado de pureza que es el camino del reino de Dios. Eso que me dices de encontrar el cielo ya en esta vida no es herético, es lo que todos los santos hicieron… y ha sido mi obsesión muchos años. Nunca encontré a nadie que me siguiera en esta esperanza hasta llegar a ti. ¿No crees que los niños viven casi siempre en ese Reino? (y después de contar de un modo bellísimo su experiencia en la infancia, concluye): Luego solo el sufrir nos puede tornar a ello, pero creo que el sufrir material sirve menos” .
Elena Fortún cuenta sus sufrimientos físicos, que casi la ahogan y presiente su muerte cercana. No le habían contado el detalle de su diagnóstico: un cáncer de pulmón con metástasis, que avanzaba inexorablemente. Pero, en medio de este sufrimiento sabe comunicar con muchas amigas, y particularmente con Carmen Laforet, y hacer el bien. Y también sabe descubrir la belleza de lo que tiene al lado, como en este párrafo de la carta:
“Algunas mañanas, cuando entra un rayo de sol muy tempranito y da en la pared, un sol pálido de otoño… o cuando oigo a los pajaritos que ya no pían porque tienen mucho frío (ya ha nevado una vez) y suenan como crótalos, con mucha suavidad, cuando vienen a comer las migas que les echa la camarera… Entonces siento como una reminiscencia de una paz y dulzura que antes de esta enfermedad empezaba a sentir” .
El 1.XI.51. le contesta Carmen Laforet muy apenado por los sufrimientos de su amiga y continúa con el argumento de la purificación y el crecimiento por el dolor:
“En mi vida siempre encontré motivos para renunciar a algo. (Y después de contarle su experiencia, continúa contándole una teoría que ha oído y le convence): Los seres, en algunos momentos de nuestra vida podemos encontrarnos copados, encerrados, angustiados…, entonces, si uno tiene vitalidad, necesita escapar. Solo hay dos escapes. Uno por abajo… y otro, por arriba… Es más fácil en apariencia el primero, pero lleva siempre, después del éxtasis, a la muerte del alma, poco a poco… El otro es tan difícil que uno a veces cree que no puede seguirlo, pero una vez que lo consigue, o al menos cuando lo intenta, siente por dentro lo que tú llamas la Gracia, la alegría de vivir…, no la alegría de un momento, sino la de siempre. Yo creo que el valor es quizá el intentar esa superación y luchar por ella… ¿no te parece? Porque vale la pena. Eso intento hacer ahora. Pero en verdad tengo mucha suerte de encontrar quién me ayuda. Tú y otra persona” .
“¡Qué difícil es aprender a vivir! Dios se ocupa de mí, como un padre”
Elena Fortún le contesta el 20.XI.51. Las cartas son cada vez más densas y profundas, más personales, a medida que la amistad entre las dos se hace más honda. Elena reflexiona sobre su vida, hace examen de conciencia y ve las luces y las sombras:
“Tus cartas me hacen mucho bien. ¡Qué difícil es aprender a vivir! Algunas personas nacen sabiendo, otras no aprenden nunca, (…) vamos aprendiendo a través de la vida. Tú, muy pronto, yo cuando se me iba acabando. ¡Qué bien eso de que hay que podarnos! Yo no lo he sabido y he dejado crecer ese árbol de deseos como ha querido. Algunas de sus ramas han dado frutos venenosos. ¡Bien lo he pagado! Ir descubriendo que el mundo espiritual tiene sus leyes como el material fue para mí obra muy lenta. Además, hay también leyes personales, porque Dios no nos trata a todos lo mismo. Un día vi que mi vida era como una pieza musical con tres o cuatro melodías que se repetían siempre. (…) Dios se ocupa de mí, como un padre, en algunas cosas, en otras me deja sola días y días, como si fuera preciso que hiciera yo el esfuerzo… y lo hago, pero como soy una pobre criatura débil y ya agotada, cuando estoy a punto de fenecer viene en mi ayuda…Aquí he de callar porque esto es ya la entrada de lo misterioso” .
Y continúa concretando esta emocionante reflexión sobre la paternidad de Dios en su vida: cómo le ha ayudado en lo económico, cuando le ha hecho falta; cómo ha estado junto a ella en el dolor y la enfermedad, levantándola; y en la amistad, enviándole a Carmen Laforet. Y concluye:
“…me gustaría contarte toda mi vida, ¡tan larga, tan azarosa y tan inútil! (…) porque hemos podido vivir mejor, hemos podido emplearla mejor para nosotros y para los demás, y sobretodo porque a veces hemos hecho llorar a los que queríamos, y eso se convierte en espinas que para siempre nos pincharán el corazón, y nos parecerá nuestra vida, peor que inútil, mala. El cura viejecito que viene a confesarme me asegura que Dios me ha perdonado y que estos remordimientos me los da el diablo que no quiere mi paz…” .
El 14.XII.1951 le escribe Elena Fortún a Carmen Laforet una carta con un presentimiento: su amiga está sufriendo y ella reza y le escribe para consolarla:
“Hace unos días que estoy inquieta por ti, no sé por qué pero lo estoy. Sospecho que lo estás pasando muy mal. (…) Yo rezo, rezo mucho, pero tú sabes que hay un elemento con el que los humanos no contamos en las cosas del cielo y sin embargo allí es fundamental. Es el Tiempo o el Espacio, da igual. Para los que viven en la Eternidad. Nosotros pedimos esto para ahora, justamente para este momento, y allí debe caer como en algo acolchado que ahoga el ruido. Todo llegará, llegará un día cualquiera cuando más descuidada se esté y menos se espere” .
“Me ha sucedido algo maravilloso. Y no sé por qué a mí. ¡A mí!”
Efectivamente, Carmen Laforet le contesta en seguida, ya repuesta de unas serias dificultades, que no especifica en su carta. Y poco después, en otra carta no fechada, pero de esa segunda quincena de diciembre, le cuenta una experiencia sobrenatural:
“Me ha sucedido algo milagroso, inexplicable, imposible de comprender para quien no lo haya sentido y que sin embargo tengo absolutamente la obligación de contar a los que quiero… Y a todos, a todo el que quiera oírlo. Sé que no se puede comprender porque yo no lo comprendo. Y no sé por qué a mí, a mí me ha sucedido. ¡A mí! Ha sido debido a lo que habéis rezado por mí los que me queréis y al gran sufrimiento de alguien… Pero ha sido tan extraordinario, tan maravilloso que nunca sabré encontrar palabra para expresarlo” .
Después de esta introducción, llena de gozo, cuenta su interés desde hace meses por la religión y por el Evangelio, que leía con encanto, pero que no podía ahondar en él con la inteligencia… hasta el 16 de diciembre, en el que fue a buscar a Lilí Álvarez a una iglesia en la que Lilí estaba rezando por Carmen, hablaron y se despidieron:
“…pero aquella tarde entendí sus puntos de vista con gran facilidad. Me despedí, y al volver a mi casa, andando, sin saber cómo, Elena, sin que pueda explicártelo nunca, me di cuenta de que mi visión del mundo estaba cambiada totalmente. Elena, cuando no se tiene esto puede uno ver un milagro con los ojos del cuerpo y no creer en él; pero cuando uno siente dentro, dentro de uno, el milagro más maravilloso, la transformación radical del ser, el mundo del misterio es solo lo verdadero. Dios me ha cogido por los cabellos y me ha sumergido en su misma Esencia. Ya no es que no haya dificultad para creer, para entender lo inexpresable… Es que no se puede no creer en ello” .
Y continúa relatando las consecuencias de esta iluminación interior:
“Rezo el credo por la calle sin darme cuenta. Cada una de sus palabras son luz. Elena, la Gracia tal como la he recibido es la felicidad más completa que existe. Jamás, jamás se puede sospechar una cosa así. (…) No existe ni una tentación…, solo un temor desesperado de perder esta sensación de Dios que sabes que te ha venido así, que se te ha dado por un misterio, por una elección indescifrable a la que tu mérito es ajeno por completo. Mientras tengas esto estás salvada…, perderlo debe ser el mayor horror. Toda mi vida tiende a conservarlo. Todos los sufrimientos, todo lo que pueda sucederme no es nada si tengo esto, (…). No se puede comprender. No se puede imaginar nunca lo que esto es… La Virgen y los santos y los dogmas todos de la Iglesia se acercan a uno, están dentro de uno. No puedo desear otra cosa en la vida que el que los que yo quiero tengan esta sensación infinita… y todos, todos los hombres, Elena. ¡Si la pudieran tener!” 64.
Continúa con una reflexión sobre la libre elección de Dios a algunas personas:
“Pero no se sabe por qué este milagro inexpresable viene y nos penetra y por qué precisamente algunos son elegidos. (…) hay personas piadosas y buenas y temerosas de Dios que jamás han sentido esto. Es una llamada, una hoguera, un deslumbramiento, una claridad de maravilla. Es como si abrieran dentro de nosotros las puertas de la Eternidad. Nunca lo podré decir, pero lo tengo que decir. Es VERDAD, todo es verdad, todo es verdad. La verdad me ha traspasado, me ha cambiado en una hora, en unos minutos de mi vida. Es verdad, Elena… ¡Y esa verdad ha venido a mí!” . (Y en la parte final de la carta vuelve sobre esto): “¿Por qué Él me ha cogido?... Una hora antes ni lo sospechaba. Todo lo que creía entender… ¡qué absolutamente velado estaba para mí, hasta que Dios quiso, hasta el momento fijado desde toda la Eternidad en que Dios quiso! Ahora sé que en Sus Manos soy algo…, no sé qué. Él me dirá”.
Y concluye con las consecuencias inmediatas de esta iluminación en su oración, en frecuentar los sacramentos, en su trabajo de escribir, en su amor a su marido, a sus hijos y a todas las personas:
“Estoy en las manos de Dios. Nada le puedo pedir; nada más que no me abandone otra vez, y sí, que dé su Gracia a todos, que dé su Gracia…, otra cosa no sé decir ni pedir. Naturalmente he confesado y comulgado. Mi literatura ya no me importa. Sé que tengo que hacerla. Que tendré que trabajar más que nunca, pero mi nombre ya no me importa. Quiero a mi marido, a mis hijas con un amor nuevo y maravilloso, y a todos los hombres solo porque pueden ser salvados (…) Mi vida ha cambiado mucho. (…) Ahora sé lo que tengo que hacer. Sé también que muchas veces me parecerá duro, pero que en el fondo esa alegría de haber sentido esta llamada de Dios me sostiene…” .
Y para acabar confirma que está sicológicamente bien y no es una invención:
“No estoy trastornada en absoluto, ni nerviosa, ni deprimida, solo maravillada, arrodillada delante de Dios, asombrada de que me haya dado esto. Temblando de no saber conservarlo (…) Estoy embobada de esta maravilla que me pasa” 66.
“Yo he pedido mucho su Gracia y ¡te la ha dado!”
Elena Fortún le contesta en seguida el 29.XII.1951, llena de gozo por la gracia que ha recibido su amiga, y cargada con grandes dolores por la enfermedad:
“El milagro es divino. Yo he pedido mucho su Gracia y te la ha dado. No te importe si alguna vez parece que te falta. Cuando la ha dado una vez vuelve siempre. Lee si puedes a Santa Teresa (las Vida, Fundaciones y el epistolario). (…) (le cuenta cómo la enfermedad está en la última fase) Nada de esto tiene importancia. Hay que morir de lo que sea…, de la enfermedad de la muerte que decía Santa Teresa. (Y concluye): Que Dios
no consienta que estés sola el último día” .
“¡Que Dios no consienta que estés sola el último día!”
Impresiona leer las cartas de Elena Fortún en las que cuenta el transcurso de su enfermedad, que no he transcrito aquí para no alargar este trabajo y centrarme en los aspectos literarios, y sobre todo, en la conversación sobre Dios. En una nota, las editoras del epistolario comentan: “A Elena Fortún se le ocultó su enfermedad. Tenía cáncer de pulmón, y había sufrido algún brote tuberculoso en su juventud. El proceso tumoral se hallaba cerca del corazón y la sometieron a radioterapia en los últimos meses de su vida.
Los cuidados paliativos en aquella época estaban en mantillas, por lo que la fase terminal de su enfermedad fue dura y prolongada” . Recibió este gran consuelo de la compañía de algunas amigas y de la correspondencia con Carmen Laforet que concluyó en esta luz sobrenatural que obtuvo para ella esta buena mujer, Elena Fortún, con su sufrimiento, que no podía evitarse, ofrecido a Dios con espíritu de redención, por la salvación de otros.
Una vida nueva: “escribiré La mujer nueva”.
El 1.I.1952 Carmen Laforet le escribe a su amiga refiriéndose de nuevo a la llamada de Dios, “que no puedo desoír”, asegurando que leerá a Santa Teresa, como le aconsejaba, y a San Juan de la Cruz:
“Una vida nueva, extraordinaria, infinita me ha abierto sus puertas sin más mérito de mi parte que tener seres extraordinarios y santos a mi alrededor que han rezado por mí. Yo estoy aún conmovida. He visto claro estos días lo que tenía que hacer… He visto tan claro que, aunque ahora sé que muchas veces será difícil, no quiero dejar ese camino que me ha sido señalado, por nada del mundo” .
Y le cuenta a su amiga su decisión de escribir una novela nueva, que acabó siendo La mujer nueva, y también de retomar su quehacer literario de otro modo, pues esa luz que ha recibido lo cambia todo:
“Pienso hacer una novela nueva con más cosas de las que he dicho nunca. Quizá me salga bien… (…) Ahora la literatura mía solo me parece un medio, un instrumento al servicio de Dios… si él quiere. Si fracaso en eso será que es otra cosa lo que espera de mí. Éxito y fracaso por tanto me son ya absolutamente indiferentes, ¿sabes?” .
Insiste en que ya ha encontrado lo que tanto buscaba: la alegría, pero sabe, con sabiduría, que ese gozo será en las dificultades de la vida, que seguirán existiendo:
“Tengo, al fin, aquella alegría que yo deseaba y te pedía…, por la que te pedía que rezases. Tengo la alegría de esa seguridad de saber que nada es inútil., que todo tiene un sentido en lo Eterno. Yo no sabía que era esto lo que estaba deseando. Pasados aquellos días maravillosos la vida sigue siendo bastante dura, pero ahora sé que no importa nada” 70.
El 16.I. 52 Elena Fortún escribe su última carta incluida en este epistolario, ya desde Barcelona, a donde había sido trasladada. Poco después fue llevada a Madrid, donde falleció al cabo de unos meses. Le cuenta los progresos de su enfermedad. El epistolario incluye tres cartas más de Carmen Laforet. Le agradece las oraciones:
“Sí, yo siento que rezas por mí. La alegría no me abandona… Más que alegría, esa euforia interior que aunque sucedan cosas malas me mantiene sonriente por dentro y por fuera. Estoy convencida de que la tengo por ti. Eso es algo estupendo, algo que vale más incluso que la felicidad, algo que no quisiera perder nunca; porque me hace hasta aceptar que caigan sobre mi cabeza cuantas desgracias me tenga el destino preparadas” .
Y concluye con esta afirmación relevante:
“Has rezado por mí. Dios te oye a ti siempre. Estoy segura de que hay en ti algo de santa” .
En la última carta, fechada el 25 de enero de 1952 Carmen Laforet le desea a su amiga alivio en su enfermedad, ante el próximo traslado a Madrid y le cuenta que va a realizar unos ejercicios espirituales de una semana en silencio:
“Estos días voy a rezar mucho por ti, que tanto lo has hecho por mí, y con tanto y tan asombroso resultado” .
VI. Una conclusión del epistolario
Este epistolario es primero un testimonio de la belleza de la amistad y el bien que hace al ser humano. Pero no sólo eso, también es una historia de cómo la escritura y el intercambio epistolar ayuda a reflejar el estado de los espíritus, los sentimientos de las dos amigas. Asistimos a un crescendo de intimidad espiritual en el que cada una cuenta a la otra sus problemas, sus penas y dolores, sus alegrías e ilusiones, sus afanes y sus búsquedas… crescendo que alcanza su cénit cuando comienzan a rezar una por la otra y empiezan una conversación sobre Dios. Las dos amigas por medio de sus cartas han crecido en su amistad: de una amistad y admiración literaria a una amistad espiritual. Y las dos amigas, en esta subida alcanzan cumbres bellísimas en expresión literaria y en hondura de reflexión sobre los grandes temas del hombre: el sentido de la vida, la alegría, el dolor, la enfermedad, la muerte, el encuentro con Dios… Podemos concluir también que esa amistad cambió para siempre a la joven madre que era Carmen Laforet, que perseveró en su fe cristiana, entre los humanos vericuetos de toda biografía. Y consoló en sus últimos años de vida y en su dura enfermedad a Encarnación Aragoneses.
VII. Epílogo: ¿qué fue de Carmen Laforet?
A lo largo de estas páginas hemos asistido a los últimos años de la vida de Encarnación Aragoneses (Elena Fortún), y hemos dejado a Carmen Laforet, una joven escritora y madre con algo más de treinta años. Y nos preguntamos qué sucedió después con ella, que falleció más de cincuenta años después de esta correspondencia, en 2004.
Su hija Cristina Cerezales Laforet ha escrito un bellísimo libro titulado Música Blanca en el que recoge recuerdos de su madre y testimonios escritos y orales. Nos limitamos a entresacar algunas referencias a su vida y a la cuestión religiosa, tema de este trabajo.
En 1971 se separa de su marido, pero continúa tratándole a él y, por supuesto, a sus hijos. Explica así lo que le sucedía: una angustia insuperable por ellos:
“Esperé a que se hicieran grandes (mis hijos) y me fui de casa, pero siempre estuve a su lado con la mano tendida. Yo no era responsable de que un círculo de angustia me rodeara; un círculo de angustia que tiraba de mí, que me arrastraba. Vuelvo a sentirlo. Quiero salir de él y no puedo… (…) Rezo por mis hijos, ¿es rezar esto? Si sirviera mi vida por la suya recuperada y plena, ¿la daría? Creo que absolutamente sí. Lo que no quiero es dejarme vencer por este dolor horrible que no es salvador para nadie. Hago entrega de mi vida por su salvación, por la salvación de todos los que quiero y quiero a todos los que me hicieron feliz en algún momento, aunque después tuviera que sufrir por ello. Qué dolor lacerante el de aquel tiempo. (…) Estaba a su lado y quería intervenir en sus vidas, evitarles todos los escollos. Pero no era posible, no era posible” .
El 11.9.1971 se trasladó para vivir a una casa cercana a la familiar de la Calle O’Donnell; en esa casa-estudio desea que cada uno de sus cinco hijos tuviera un estudio y llaves para ir y verles con frecuencia:
“Yo quería proporcionar a mis hijos un rincón de encuentro y libertad, brindarles casa y protección, refugio y amor. (Años después escribe): Tengo que seguir avanzando con la ayuda del Espíritu Santo hasta que mi cuerpo consiga mantenerse de forma continua en ese estado que vislumbro en los mejores momentos, en una entrega total, un espacio de no-deseo, de sometimiento absoluto a la voluntad suprema. Sigo rogando al Espíritu Santo con una oración constante para que me ayude a soltar todos los lazos hasta alcanzar Su libertad. Y ahora que todos los que se cruzan conmigo me miran con lástima y conmiseración, ahora, en que los que no saben, me juzgan acabada y muda, anclada en una silla de ruedas (…) ahora ya siento al fin, libre de los temores que entonces me cercaban, libre de aquel dolor lacerante que me aguijoneaba sin cesar, libre del terror de lo que podía acontecer con las vidas de mis hijos, ahora siento con plenitud de parte de todos ellos el mar de su cariño” .
En carta a Ramón J. Sender le describe los efectos en su vida de aquella iluminación interior en la que se encontró con Dios y describe así su vida:
“Para mí la cosa de Dios ha sido tremenda. Primero como algo que vino desde fuera. Luego una búsqueda de siete años en que hice las mayores idioteces y las dejé y me metí por los vericuetos de nuestro catolicismo español en lo que tiene de venero religioso y en lo que tiene de absurdo y enmohecido y todo. Luego una enfermedad física de todas estas contradicciones entre lo que hacía y mi manera de ser. Y luego otros siete años en los que estoy de casi huida, de volver a mi ser, de encauzar mi razón. Pero siempre encuentro a Dios en todas partes. A veces es como una locura tranquila. Si me voy a París, Dios está en París. Si voy a USA, Dios está en USA. Si creo que lo he olvidado, me doy de narices contra Él” .
Carmen Laforet, mujer apasionada, muy madre de sus hijos, fue marcada para bien
por ese encuentro que dio un giro a su vida y que describe tan bien en el epistolario con
Elena Fortún que hemos transcrito, y que trasladó a la literatura con tanta belleza en la conversión de Paulina, la protagonista de La mujer nueva. Pero el encuentro con Dios, no cambia la personalidad y no ahorra dolores y enfermedades: ayuda a encontrarles sentido en el plan de salvación de Dios para cada uno de sus hijos. Mujer de temperamento artístico, emprende frecuentes y largos viajes, a Estados Unidos, a Polonia, a París, Alicante, Gijón, pasa varios años en Roma… Publica frecuentes colaboraciones en revistas y periódicos, pero no encuentra el modo de avanzar en su proyectada trilogía de novelas, de las que sólo publica la primera, y escribe la segunda. Con una insatisfacción permanente sobre su obra literaria, que considera de una calidad inferior a la que realmente tiene, parece “una mujer en fuga”, en expresión de una de sus biógrafas, aunque en realidad, me parece más bien “una mujer en búsqueda” de una paz y alegría interior, que señalaba como su gran anhelo en las cartas a Elena Fortún, y que alcanza al fin de sus días. Esta insatisfacción permanente, con contados remansos de paz, que le hace cambiar a menudo de domicilio y de planes, se vio “agravada por los síntomas depresivos derivados de una enfermedad neurovegetativa que había hecho su aparición tiempo atrás (a principios de los sesenta)” .
Esto es lo que traslucen algunos de estos textos más recientes. Como este de 1984, cuando visita a su sobrino y ahijado Eduardo, enfermo de leucemia:
“Contacto con el muchacho: inteligente, alegre, lleno de vida. He rezado por él y por mí al mismo tiempo, por todos. He seguido rezando para que si tiene que morir, muera dulcemente y sin horror ni dolor. Pero que si vive, lo haga también con esa fe, pureza y alegría contagiosa que posee. Me vuelve la cercanía de este sobrino al saber sus circunstancias y darme cuenta de su ‘fe, esperanza y juventud’, y se produce con él una unión –quizá producida por mi ansiedad dolorosa- pero experimento esa unión” .
Cristina Cerezales Laforet narra también las últimas semanas de su madre. Cómo se reconcilia con su marido:
“Aprovechas su mejoría para llevarla a tu casa y reunir en torno a ella a unas cuantas personas queridas, entre ellas, a tu padre. Tienes la impresión de haber sido conducida por ella en esta convocatoria. Le queda algo importante que no quiere demorar (…). Ella hace una parada y recorre con una mirada uno a uno a todos los asistentes para detenerla, finalmente, en tu padre. Le contempla larga y profundamente y se dirige a él. Los demás presenciáis la escena en silencio y veis cómo ella le coge la mano y se la lleva a los labios arropándole en una mirada de amor, de amor completo que recoge lo bueno y lo malo. Le perdona y se perdona en su relación con él. Por fin ha podido cumplir lo que ella tanto deseaba. Después, con paso lento, se dirige hacia el sillón que la está esperando y desconecta de todos vosotros, sus seres queridos, porque ya está muy ligera y ha aumentado su facilidad para elevarse” .
Le administra la Unción de los Enfermos y el Sacramento de la Confesión un monje carmelita de Duruelo, pues un nieto de Carmen Laforet recuerda a Cristina que su abuela desearía con seguridad recibir esos sacramentos, como así fue:
“Ha llegado el padre Alfonso. Ella inclina la cabeza cuando él hace la señal de la cruz.
(…) Alfonso le cuenta que él ha vivido una experiencia espiritual similar a la que vivió ella. Le dice que le parece muy bien que ella haya hecho el esfuerzo de contarla en un libro. Él, que había vivido esa experiencia, la reconoció al leerla, y quien no la haya vivido puede acercarse un poco a ella con la imaginación y anhelarla. Él sabe muy bien que es algo inenarrable, pero le parece bueno el intento de describirlo. Le pregunta si quiere confesarse y ella asiente. Sales de la habitación para respetar esa confesión que no puedes imaginar desde su silencio. El sacerdote pasa un rato encerrado con ella, un tiempo que se te antoja muy largo. Él nada explica cuando se reúne contigo y tú nada preguntas” .
Fallece rodeada del cariño de los suyos, hijos y nietos, en 2004.
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José Ignacio Peláez Albendea jip@riscal.net
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