martes, 27 de diciembre de 2011
Los Santos Inocentes
Como afirma Juan Bautista Torelló en "Psicología y vida espiritual", libro enriquecedor, “el pecado es el agente patógeno más nocivo que existe en la sociedad: si milagrosamente desapareciesen de golpe las enfermedades y sufrimientos físicos que provienen del orgullo (violencia contra las personas y los pueblos, guerras con todas sus secuelas inmediatas y a largo plazo, cruentas, infecciosas, etc.), las producidas por la gula (enfermedades metabólicas, alcoholismo, trastornos circulatorios, etc.), y las que origina la vanidad (excesos competitivos, incidentes, maledicencias, etc.), así como las causadas por la lujuria (enfermedades venéreas, sida, trastornos endocrinos diversos, etc.), pecado al que contribuye –al igual que a los demás y, por tanto, a los males y dolores que comportan– una red inextricable de cooperadores y propagadores: escritores, periodistas, fotógrafos, médicos imprudentes, farmacéuticos, publicitarios, políticos, editores, industriales…; si además lográsemos eliminar las consecuencias patológicas de la indolencia, la testarudez, la avaricia, el ansia de poder, la mentira, el espíritu de venganza, el fraude y el odio…, entonces nuestro mundo se transformaría de tal guisa que sería irreconocible: en un mundo sin pecado, al sufrimiento físico no le quedaría más que un campo restringidísimo”. Poco se puede añadir a esa sabia reflexión; al fin y al cabo, casi todo depende de cómo se comporte cada uno día a día, esa es nuestra gran responsabilidad como individuos y como ciudadanos. Luis Ramoneda
domingo, 18 de diciembre de 2011
Cuento de Navidad
Había sido una jornada difícil. Daniel y Zacarías, los dos zagales de la hacienda, se pelearon, porque Zacarías acusó a Daniel ante el mayoral de algo que no había hecho. A pesar de los golpes, lo que de veras dolió a Daniel fue que Zacarías le rompió la flauta de caña, labrada por su abuelo Jacob. Daniel era un excelente flautista y soñaba con dejar un día el rebaño y viajar de pueblo en pueblo con otros músicos.
Al atardecer, se sintió muy abatido y, en cuanto el rebaño estuvo en el redil, buscó un rincón en la majada, extendió su manta entre la paja y se quedó dormido, ajeno a las chanzas de los demás pastores. Sin embargo, bien entrada la noche, se despertó sobresaltado: el motivo no fueron los rayos de la luna llena, a los que ya se había acostumbrado, ni las voces de los pastores, sino el canto armonioso de todos los pájaros del soto: sus buenos amigos el jilguero, la calandria, el ruiseñor, la elegante oropéndola e incluso la tímida alondra entonaban una majestuosa sinfonía de trinos, en plena noche y con el invierno recién iniciado.
Daniel se levantó y vio que los demás pastores se habían ido sin avisarlo, excepto Leví, que se había quedado para guardar el rebaño, y le contó lo sucedido:
–A media noche, se nos han aparecido unos ángeles para anunciarnos que acababa de nacer el Mesías en una cueva cerca de Belén. Se han ido todos a adorarlo. Estabas tan dormido que el mayoral dijo que no te despertaran.
Sin pensarlo dos veces, Daniel salió corriendo en dirección a Belén. Los pájaros del soto seguían entonando maravillosos trinos y, en cuanto salió a la cañada, lo sorprendió el resplandor de una estrella en mitad del firmamento, como una saeta de oro suspendida encima de una loma. Aceleró sus pasos en aquella dirección y no tardó en escuchar las voces de un coro invisible y en ver a sus compañeros de la majada y a otros pastores de aquellos parajes reunidos alrededor de una gruta iluminada por el esplendoroso lucero que lo había guiado.
En la cueva, había un mozo joven y fuerte y una muchacha hermosa como un rosal, que tenía en su regazo a un recién nacido de ojos perfectos. Los pastores se acercaban tímidamente, adoraban al Niño-Dios y le ofrecían pequeños obsequios, que la madre agradecía con una sonrisa y su marido guardaba en un rincón de la cueva, que calentaban un buey y un pollino.
Mientras se acercaba a la gruta, Daniel buscó algún presente en su zurrón, pero solo había un mendrugo de pan, un trozo de queso de oveja rancio y su flauta rota. Al llegar junto al Niño Jesús, se arrodilló, pero gruesos lagrimones resbalaron por sus sucias mejillas.
–¿Qué te ocurre buen pastorcillo? –le preguntó la Virgen con su voz suave como las brisas de abril–.
–Señora, no tengo nada que ofrecer a vuestro hijo, tan sólo mi pequeña flauta rota, que ya nunca podré tocar.
–No te apures, siéntate a mi lado. A mí, me gusta tu flauta rota y la guardaré siempre, y sé que a mi hijo también le agradará, porque es el regalo de tu buen corazón. Y le dio un beso como los que le daba su madre.
Daniel se sentó junto a los pies del pollino, que rebuznó discretamente, y la Virgen susurró algo a San José, que salió de la cueva.
El coro invisible seguía cantando y llegaban otras gentes a adorar al Niño-Dios. Cuando se fueron los últimos visitantes, los ángeles callaron para que la Sagrada Familia descansara. Daniel, fatigado por tantas emociones, se había dormido de nuevo, pero la Virgen lo despertó suavemente.
–¿Te gustaría acompañarme con la flauta, para que mi hijo se duerma mientras le canto una nana?
–Sí, Señora, pero mi flauta está rota.
–No te preocupes, Daniel, te daré una mejor, que ha fabricado José, mi noble esposo.
Daniel se puso de pie y, en el silencio de la luminosa noche, se escuchó una voz, dulce como las flores primaverales –acompañada por el son de una flauta, limpio como el rocío–, y el aplauso de los ángeles.
Luis Ramoneda
miércoles, 14 de diciembre de 2011
San Juan de la Cruz
AL DESPUNTAR EL DÍA
QUE el gesto ensimismado de tu rostro
no enturbie la mañana. Ahora que está naciendo,
no la intimides en su impulso frágil
con tus oscuras elucubraciones
y el desamparo de esos ojos tristes.
Mírala apenas, no la asustes, no
impidas que se alce como una palma joven
y que su claridad vaya extendiéndose
libre en el cielo. Si la dejas ser,
crecer, hacerse adulta, ha de venir más tarde
-dueña de sí, señora de sus actos-
a buscar tu amistad y a hablar contigo
de cosas verdaderas. Podrás ver
cómo consigue sin esfuerzo entonces
que tus preocupaciones se disipen,
cómo te lava, alegre, con su luz prodigiosa
y logra que respires sosegado,
limpio ya de tus propias asechanzas,
ajeno a todo mal.
Luis Ramoneda
lunes, 12 de diciembre de 2011
Un buen reportaje sobre la JMJ
jueves, 8 de diciembre de 2011
Este es el título del libro de Santiago Mata recién publicado por "La Esfera de los libros". Se trata de una investigación rigurosa sobre la primera gran matanza que se produjo en la Guerra civil española: el 12 de agosto de 1936, más de doscientos presos eran trasladados desde Jaén a Alcalá de Henares. Cerca de Vallecas, el tren fue interceptado por grupos de milicianos que fusilaron a casi todos, entre ellos el obispo de Jaén. Este hecho, causó la protesta de diversos embajadores ante el gobierno y dio pie a que muchos decidieran acoger en sus embajadas a subditos españoles. Mata acude a las fuentes, informa sobre los hechos y sobre la implicación de las autoridades en la masacre. Estudia también los antecedentes en la zona de Jaén y de Córdoba y analiza, además, por qué esta tragedia fue más bien acallada incluso al final de la guerra. Ofrece el testimonio reciente de un superviviente y se muestra bastante crítico con la ley de la Memoria Histórica y con las omisiones, algunas clamorosas, en la llamada "lista Sinde". Después de la lectura dolorosa de este interesante libro, me quedo con el testimonio que incluye (págs. 301-302) sobre el asesinato de Bartolomé Blanco Márquez, joven de Pozoblanco, hoy beato. Después de haber sido detenido, el 18 de agosto, escribe a su novia: "Como te quise siempre, te querré hasta el momento de la muerte. Dios me llama; Dios me llama a su lado y a Él voy por el camino del sacrificio. No culpes a nadie de mi muerte; perdona en nombre de Dios com Él perdonó y yo también perdono. Sé feliz y procura sobre todas las cosas la salvación de tu alma. Hasta la eternidad. Tu Bartolomé". Y el 1 de octubre, víspera de ser fusilado, dio el siguiente recado a su familia: "Sea esta mi última voluntad: perdón, perdón y perdón; pero indulgencia que quiero vaya acompañada del deseo de hacerles todo el bien posible [a sus acusadores]. Así os pido que me venguéis con la venganza del cristiano: devolviéndoles mucho bien a quienes han intentado hacerme mal". Pienso que este es el único camino para cerrar para siempre la heridas de aquella guerra fratricida: el perdón. Luis Ramoneda
martes, 6 de diciembre de 2011
Un poema y una cita
Los más ocuros días del año
deben volverse los más claros.
No encuentro cómo compararlos;
así sucede con tus labios queridos.
Solo tus ojos no te atrevas a alzar
para guardar mi vida.
Son claros como las primeras violetas,
pero terribles para mí.
Entendí que no sirven las palabras,
apenas pesan los racimos nevados...
Una red de pájaros cantores
se ha extendio ya a la orilla del río."
Y la cita es de "El contenido del corazón", libro en prosa de otro gran poeta, Luis Rosales: "Hay una risa alegre, franca, abierta, y hay ambién esta risa andada e interior que es un milagro de la fe, o, aún más precisamente, de la fidelidad. Porque ya lo sabéis: mientras que sonreímos somos fieles a algo".
Luis Ramoneda
viernes, 2 de diciembre de 2011
Retraro de la madre de joven
Friedrich Christian Delius
Sajalín editores. Barcelona (2011), 109 págs.
Traducción de Lidia Álvarez Grifoll
(t.o.: Bildnis der Mutter als junge Frau)
El autor de este libro, publicado en Alemania en 2006, nació en Roma en 1943. Ha escrito novelas, obras de teatro, ensayos y libros de poesía. Este año, ha recibido el Premio Georg Büchner, uno de los más prestigiosos de las letras alemanas. Es miembro de la Academia Alemana de Lengua y Literatura y vive entre Berlín y Roma.
La protagonista de este magnífico relato, cuyo nombre nunca se desvela, es su madre. Una tarde de enero de 1943, ella, embarazada de ocho meses de su primer hijo, aconsejada por el ginecólogo, sale a dar un paseo desde la residencia en la que se aloja, llevada por unas monjas luteranas alemanas, hasta una iglesia en la que se va a celebrar un concierto de música barroca. Gert, su marido, ha sido destinado al frente africano, los padres y hermanos de la esposa viven en la zona alemana del Báltico. En tercera persona, vamos conociendo retazos de la vida de la mujer y de su marido, al hilo de los pensamientos y los sentimientos de ella durante el paseo por las calles romanas.
La ciudad eterna es en parte también protagonista del relato, con la belleza de sus monumentos, la historia, las costumbres, que desconciertan a la mujer venida del norte, educada en la austeridad y el sentido del deber. Esto hace más lacerante la ausencia de la voz y de los ojos del marido –más culto que ella–, que la ayudaría a entender lo que contempla y respondería a las preguntas que le suscita. La sorprenden los modos de vivir de los católicos, a ella que es una ferviente luterana; la conmueve el sufrimiento de los romanos hambrientos, piensa en tantos que padecen en los frentes, y, de vez en cuando, surgen ecos de la voz crítica de Ilse, que comparte habitación con ella, sobre lo que está pasando en Europa.
A lo largo del recorrido, la bondad, sencillez e ingenuidad, realmente conmovedoras de la protagonista, dan paso también a cuestionarse lo que en aquellas circunstancias no era fácil para una alemana con el marido en el frente (el sentido de la guerra, la posibilidad de la derrota, Hitler, los judíos, la lucha entre cristianos…). Al final, además del amor a Gert y al hijo que va a nacer, la fe y la música –se conmueve con los artistas italianos que interpretan a Bach y a Haydn– la han decantado hacia un incuestionable anhelo de paz entre los hombres. Una pequeña joya. Luis Ramoneda.